martes, 4 de marzo de 2008

El comensal gordo, Julio

“Quisiera un castillo sangriento”, había dicho el comensal gordo. ¿Por qué entré en el restaurante Polidor? ¿Por qué, puesto a hacer esa clase de preguntas, compré un libro que probablemente no habría de leer? (El adverbio era ya una zancadilla, porque más de una vez me había ocurrido comprar libros con la certidumbre tácita de que se perderían para siempre en la biblioteca, y sin embargo los había comprado; el enigma estaba en comprarlos, en la razón que podía exigir esa posesión inútil.) Y ya en la cadena de preguntas: ¿Por qué después de entrar en el restaurante Polidor fui a sentarme en la mesa del fondo, de frente al gran espejo que duplicaba precariamente la desteñida desolación de la sala? Y
otro eslabón a ubicar: ¿Por qué pedí una botella de Sylvaner?
(Pero esto último dejarlo para más tarde; la botella de Sylvaner era quizá una de las falsas resonancias en el posible acorde, a menos que el acorde fuese diferente y contuviera la botella de Sylvaner como contenía a la condesa, al libro, a lo que acababa de pedir el comensal gordo.)
Je voudrais un château saignant, había dicho el comensal gordo.
Según el espejo, el comensal estaba sentado en la segunda mesa a espaldas de la que ocupaba Juan, y así su imagen y su voz habían tenido que recorrer itinerarios opuestos y convergentes para incidir en una atención bruscamente solicitada. (También el libro, en la vitrina del boulevard Saint-Germain: un repentino salto adelante de la portada blanca NRF, un venir hacia Juan como antes la imagen de Hélène y ahora la frase del comensal gordo que pedía un castillo sangriento; como ir a sentarse obedientemente en una mesa absurda del restaurante Polidor, de espaldas a todo el mundo.)

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