Amaba su trabajo. Se sentía un cirujano de esos cuerpecitos llenos de minúsculas y delicadas ruedas dentadas, a las que trataba como si fuesen pequeños corazones metálicos. El infaltable monóculo, la luz sobre el enfermo, su espalda corva y un pulso preciso daban vida una y otra vez. La alegría lo desbordaba al verlos despertar de la agonía. Podía pasarse horas mirándolos vivir. Pero el viejo relojero se estaba muriendo, y ellos no podían hacer nada. Por eso decidieron irse con él. Y ese día de abril, a las cinco de la tarde, se callaron todos los relojes.
domingo, 9 de marzo de 2008
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